Era un hombre inusual con una historia poco común.

Amigos que lo conocieron de joven siempre destacaron su calidez y amabilidad. Fue elegido líder estudiantil en su universidad principalmente porque los demás estudiantes confiaban en él y lo apreciaban.

Cuando fue a una entrevista para trabajar en una organización mundialmente famosa, agradeció a la entrevistadora por la oportunidad y, en lugar de centrarse en su desempeño, la elogió a ella por el suyo.

Más adelante, en su carrera, las personas que trabajaban para él decían repetidamente que “darían la vida por él.” Una vez, cuando un empleado se derrumbó porque su madre estaba enferma, él llamó a la madre y ayudó con los gastos médicos, aunque apenas conocía al empleado.

Cuando finalmente consiguió el trabajo de sus sueños, dio instrucciones a su asistente para que le enviara una selección de las muchas cartas que recibía, de modo que pudiera responderlas personalmente. Si alguien compartía una necesidad, les enviaba un cheque personal “para ayudar un poco.” Cuando otro asistente expresó su preocupación por el tiempo que esto le tomaba, él respondió que era importante porque “todos necesitan un poco de ánimo.”

Estaba ocupado con responsabilidades importantes, pero siempre creía que “las personas eran lo primero.”

Ese hombre era Ronald Reagan, el 40° presidente de los Estados Unidos.

Nunca eres tan grande como para dejar de poner a las personas primero.

La Biblia dice en Filipenses 2:3: “No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos.”

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